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Graffiti de Bansky |
Frente a esta situación, la primera reacción más visceral es
la de sentirse frustrado por la desaparición de unas expectativas. Lo que a mí
me gustaría proponer es otra cosa. No voy a hacer la estupidez de llamar al
"optimismo", porque me hace recordar aquella ridícula portada de La
Razón. Tampoco voy a instaurarme como "realista". La utilización retórica
del concepto de "realidad" para justificar el estado de cosas que a
uno le gustaría ver es despreciable, como aquellos que para referirse al sector de la empresa privada hablan del "mundo real".
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Caricatura de "El Roto" |
En primer lugar, quiero hacer un llamamiento al
entusiasmo frente al desencanto o la resignación. El principal miedo al que nos
enfrentamos es el de tener un trabajo que no se ajuste a nuestra preparación y
el no recibir un sueldo que se corresponda con nuestras necesidades. Esta idea
puede acabar haciéndonos creer que es mejor abandonar nuestros estudios para
dedicarnos a una actividad más lucrativa y segura alejada del ingrato terreno e la docencia o la
investigación. Aunque esta opción es totalmente válida, legítima y
comprensible, en mi opinión no deja de ser una actitud poco valiente. Me
explico: si creemos en la relevancia social de la historia como disciplina, en
la necesidad humana de analizar y comprender el pasado, abortar nuestra
formación o profesionalización por motivos tan coyunturales como nuestra
solvencia económica significa que nuestra autoestima intelectual es muy baja. Una
cosa son los "trabajos alimenticios", temporales, y necesarios para ser
materialmente independiente o que descubramos que nuestra vocación estaba
errada y que hayamos decido cambiar de oficio. Pero estoy convencido que la historia y demás disciplinas afines tienen muchísimo que
aportar a la sociedad, y de que es un error valorarlas solamente por el sueldo que puedan darnos. Como dice Max Weber en su famosa conferencia La ciencia como vocación: en el campo de la ciencia sólo tiene personalidad quién está pura y simplemente al servicio de la causa.
En segundo lugar, me gustaría recordar que en el propio terreno de la profesionalización nada está escrito. Las Humanidades o las Letras (por usar un término amplio) se ha visto acorralada por dos crisis. Por un lado, hay que mencionar la crisis económica, que ha puesto en jaque un sistema de financiación basado en las subvenciones públicas. Pero por otro lado, no puede ignorarse la minusvaloración de las disciplinas humanísticas. Una lectura que ahonda en este proceso es el libro Sin fines de lucro escrito por la filósofa Martha Nussbaum. Estos conocimientos ya estaban sumidos en una crisis de legitimidad, hegemonía, credibilidad y valoración social. Cualquier persona que en bachillerato haya decidido hacer la rama humanística entiende a lo que me refiero si piensa en el escepticismo de sus compañeros, o peor aún, en el de sus padres y docentes. Internamente, las disciplinas tampoco pueden presumir de buena salud. En el caso de la historiografía, sólo hay que echar un vistazo a trabajos como Sobre la crisis de la historia de Gérard Noiriel o El fin de los historiadores: pensar históricamente el siglo XXI, editado por Pablo Sanchez León y Jesús Izquierdo Martín.
Por tanto, el reto es doble: hay que reconstruir la disciplina y ver cómo nos buscamos la vida con ella. Este reto no puede dejarse en manos de políticos, empresarios, periodistas o directores de marketing. Es el propio historiador quién debe llevar la iniciativa y dejar de ir a remolque. Del mismo modo que el periodismo está redefiniéndose por el auge de Internet y la caída del consumo en papel, la comunidad de historiadores debe afrontar con valentía estos problemas. Hay que echar mano de la inventiva para crear nuevas formas de profesionalización, divulgación y sociabilidad que se adapten al ritmo de los cambios y sepan conseguir ese anhelado "retorno social" que el investigador necesita para justificar su trabajo, al margen de su propio placer personal.
En tercero y último lugar, también quiero recordar que hay que pelear por mantener viva la dignidad del trabajo intelectual. Aunque los contextos históricos sean totalmente diferentes, en épocas oscuras e inciertas es bueno recordar el ejemplo de algunos personajes ilustres del pasado que no renunciaron a sus objetivos. Es por ello que me gustaría que se recordarse a historiadores como E. P. Thompson, Eric Hobsbawm,
Jaume Vicens Vives o filosófos como Albert Camus, Bertrand Russell o Hannah
Arendt. Todos ellos vivieron momentos muy traumáticos de la historia, pero aún así, llevaron una vida de compromiso tanto moral como intelectual ya que creían en el valor de su producción. Sin ninguna duda, deberíamos recoger algunas de sus actitudes y rechazar las actitudes derrotistas y melancólicas que hoy en día estamos tan acostumbrados a tomar.
La investigación científica es un campo lleno de infinitas posibilidades. La historiografía es una disciplina relativamente joven, por lo que queda mucho por averiguar y descubrir. Por esto, quiero acabar con las últimas frase del texto que he citado más arriba de Weber: no basta con esperar y anhelar. Hay que hacer algo más, hay que ponerse
al trabajo y responder, como hombre y como profesional, a las "exigencias
de cada día". Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el
demonio que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia.
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