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Portada de la primera edición |
Antonio Domínguez Ortiz
(1909-2003) está considerado como uno de los historiadores pioneros en la
historia social y uno de los más importantes de la segunda mitad del siglo XX
en España. Junto con Jaume Vicens Vives, fue de los estudiosos de la Edad
Moderna más influyentes en la renovación de la disciplina durante la década de
los cincuenta y sesenta. Sin bien su obra ha tenido una impronta verdaderamente
notable en el panorama historiográfico, Domínguez Ortiz ocupó durante mucho
tiempo una posición más bien periférica en el panorama universitario: se
desempeñó principalmente como catedrático de instituto y como académico de
número en la Real Academia de la Historia, por lo que no pudo formar escuela ni
discípulos como Vicens Vives. Su influencia la realizó a través de sus libros y
sus cursos, pero ello no ha sido obstáculo para que muchísimos historiadores
reconozcan su deuda intelectual con él.[1]
Sociedad y Estado en el siglo XVIII español es una síntesis de muchos años de investigación. En el año 1955, cuando las obras escritas en España sobre este período todavía eran escasas, había publicado La sociedad española en el siglo XVIII[2] que recibió una acogida muy positiva por historiadores como Hugh Trevor Roper o John H. Elliott. En ella realizaba una síntesis de los trabajos de autores como Jean Sarrailh o E. J Hamilton y presentaba una interpretación de la estructura social y del poder del Estado que para entonces era bastante novedosa.[3] Sin embargo, veinte años después, las aportaciones de otros importantes historiadores como Gonzalo Anes, Miguel Artola, Joan Mercader, Josep Fontana, Pierre Vilar o Henrey Kamen habían mejorado el conocimiento sobre esta época, si bien, de de un modo más sectorial. Domínguez Ortiz, como él mismo nos explica en el prólogo, decidió tomar la iniciativa y actualizar su obra con estas contribuciones, añadiendo además los resultados de las investigaciones que había estado realizando hasta entonces. El resultado es un manual muy completo que ha servido durante muchos años como referencia. En esta breve reseña he intentado sintetizar al máximo sus 515 páginas para poder dar cuenta de las líneas básicas de su investigación.
Mapa de la Península de 1710 |
El libro está dividido en dos partes en que se
cubren las dos mitades del siglo XVIII y una que lleva por título El mosaico
español. Este capítulo ha sido una de la parte más novedosas y destacadas
de este libro porque Domínguez Ortiz rompía con dos modos tradicionales de
hacer historia: por un lado con el enfoque nacional,
y por otro con los análisis exclusivamente locales.[4] La
idea de España como un mosaico implicaba una aproximación más rigurosa a la
pluralidad de la monarquía borbónica, en que se tenía en cuentaque regiones con
ritmos totalmente dispares entre sí convivían bajo una misma corona. Con este ensayo de regionalización[5]
(en sus propias palabras) conseguía una visión de conjunto en la que se
aprecian las dinámicas interrelacionadas entre territorios que pese a estar
políticamente separados, tenían muchas similitudes en lo económico y lo social.
Aunque para el autor puede hablarse de España en tanto que un concepto
político, referirse a la realidad social de entonces como española es un calificativo que encubre situaciones heterogéneas y
confunde antes que aclarar.
El autor organiza las
regiones por separado y las repasa por criterios geográficos pero no se olvida
de destacar que fueron zonas diferenciadas políticamente. De este modo se
distingue un primer conjunto de territorios que formaban la Corona de Castilla:
Galicia, Asturias, Cantabria, la meseta norte, la meseta sur y Andalucía. El
norte aparece más bien como una zona más bien deteriorada, con una inflación de
títulos nobiliarios y un esquema productivo basado en una agricultura con
rendimientos cada vez más decrecientes; que contrasta con un sur mucho más
plural y desigual, en la que la región más boyante era por entonces la costa
Atlántica de Andalucía, con Cádiz como gran centro comercial emergente. Madrid
pese pese a su crecimiento demográfico y político, seguía sin tener el esplendor de que cabría esperar de la
capital de tan vasto imperio.[6]
El país vasco-navarro
destaca por su unidad y personalidad indiscutible, propia de un
microcosmos autogobernado (que no independiente) muy celoso de sus fueros,
producto de una situación económica claramente diferenciada: la imagen romántica de un pueblo unido en la
defensa de sus instituciones no es un mito, tiene un fundamento y es defendible
dentro de ciertos límites.[7]
Su igualitarismo estamental y la conservación de sus leyes forales respondían a
una economía muy productiva, en la que el comercio y la industria eran muy
relevantes. Respecto a la Corona de Aragón, Cataluña es la zona más
importante y reconoce su deuda con Pierre Vilar y su obra Cataluña en la España moderna.[8]
La relación entre unas estructuras jerárquicas menos rígidas que las
castellanas y una coyuntura económica favorable le permite hablar de la
formación de un genuino capitalismo
comercial.[9]
Aragón era una región más pobre pero que se benefició a largo plazo de las reformas borbónicas,
mientras que el reino de Valencia tuvo un crecimiento muy sostenido pero cuyos
efectos no se hicieron notar del mismo modo en el litoral que en el interior. Domínguez
Ortiz analiza la geografía, las dinámicas demográficas, los sectores económicos,
la estructura social (especialmente a partir de la propiedad) y por último, las
redes urbanas de modo que dibuja un panorama muy enriquecedor de los procesos, aunque
provisional en muchos aspectos. En este sentido se echan de menos algunas
conclusiones más generales sobre el conjunto del mosaico y las relaciones entre sus diferentes piezas.
La primera parte del
libro empieza con una valoración del estado del reino en 1700 bastante
negativa. La monarquía estaba en quiebra y el enfermizo carácter del rey había
dejado un vacío de poder efectivo que dejaba en manos de camarillas el
gobierno. Domínguez Ortiz no duda en responsabilizar de esta crisis a los
responsables de la administración: fue
una desgracia que la época de máximas dificultades coincidiese con la de máxima
impotencia del poder.[10] La Guerra de Sucesión representa el
inicio de una etapa diferente en el equilibrio de fuerzas europeas y también
trajo cambios importantes en la monarquía hispánica aunque de su análisis se
desprende que fue mayor el peso de las continuidades. Para el autor, la guerra
tuvo sus orígenes en la política exterior y podría haberse evitado con una
mayor prudencia de Luis XIV. Los términos del tratado de Utrecht eran la
demostración que la guerra de Felipe V contra Carlos de Austria tuvo más costes
que beneficios.
Los orígenes de la
enemistad entre sus partidarios en la península es un problema que nuestro
autor admite que responde a múltiples motivaciones y está muy condicionada por
el territorio al que uno se refiera. La negativa experiencia del último
Habsburgo y el sentimiento antifrancés acumulado durante siglos son las dos
motivaciones básicas de la distanciamiento entre los partidarios del príncipe
Felipe y del archiduque Carlos, pero tampoco ignora los fuertes conflictos de
intereses entre nobles que al final acabaron por arrastrar a las clases
populares en enfrentamientos con un fuerte componente de lucha de clases.
Aunque era una demostración que España era
todavía un proyecto más que una realidad[11],
no puede interpretarse sólo como el fracaso de la unidad o como una evolución
natural de las tensiones centrífugas, había un fuerte componente social que estaba
presente en todos los territorios, como se puede observar en que la decisión de
los catalanes de unirse a los ingleses en las Cortes de 1705 se hizo pensando
en el conjunto de la monarquía o en el carácter abiertamente antiseñorial de la
guerra en Valencia.
El período de guerra
también representó para el autor el fin de los grandes imperios europeos que se
disputaban la hegemonía a nivel mundial, pero a su juicio España no supo
adaptarse: el primer Borbón llevó a cabo una política más bien en clave dinástica
que no "nacional", y no fue hasta Carlos III que realmente se optó
por llevar una política orientada hacia el Atlántico. La política
abstencionista de Fernando VI dejó paso a una más activa, que pese a participar
constantemente en conflictos, no impidió que se mantuviera un programa de reformas
activas.
La finalidad de las
reformas los Borbones era básicamente la de reorganizar el aparato estatal, no
cambiarlo fundamentalmente: tal es la tesis que defiende en la última parte del
libro. En este aspecto, la Nueva Planta es vista por nuestro autor como un
avance hacia la unidad del estado, pero con remanentes de la administración
anterior muy importantes. En cambio, la nueva estructura municipal sí es vista
como una reforma de mayor calado ya que implicaba mayor control regio. El
intervencionismo regalista es el mayor cambio que tiene lugar con Felipe V, y
el crecimiento económico que vino de la mano de él pudo mejorar la situación
anterior. La relación recíproca entre el Estado y la sociedad es un factor
clave en la interpretación de Domínguez Ortiz, que ve tanto a la economía y la
política económica, o al despotismo ilustrado y el reformismo social, como las
dos caras de una misma moneda.
La relación entre
estructura social y élite dominante no es explicada en términos de
"dirección" o "determinación", sino como parte de un todo
con contradicciones inherentes. Tras un somero repaso a los ensayos para la
reforma de los señoríos y los municipios (en la que utiliza numerosa
documentación original), sus conclusiones respecto a los límites de una política
reformista dentro de una estructura de Antiguo Régimen:
estas vacilaciones, que no rara vez
se convirtieron en contradicciones patentes, nos revelan el verdadero carácter
del reformismo borbónico, lleno de buenas intenciones, pero carente de un programa
definido y de unos propósitos concretos. Las medidas parciales, las
transacciones, y aun, los retrocesos, caracterizaron los rumbos de nuestra
Ilustración.[12]
Es por ello, que se
permite hablar de una supervivencia
multiforme[13]
del Antiguo Régimen. La convivencia de una política tímidamente reformista
y de otra de contención y miedo hacia el “peligro revolucionario” se agudizó
hasta un punto insostenible durante el reinado de Carlos IV. Nuestro autor
aventura que España podría haber sido una de las monarquías que peor hizo la
transición del Antiguo Régimen al nuevo. Fue desigual, discontinua y con
avances y retrocesos que se tradujeron en una ruptura civil violenta que duró varias décadas.
Por esto, al evaluar
los cambios internos en las clases sociales no concluye en que se hubieran dado
cambios fundamentales. De la nobleza, destaca su improductividad y su pérdida
de prestigio, aunque la continuidad con los siglos fue muy clara. Ahora bien,
con la Iglesia, la actitud del Estado fue más ambivalente. No existió un
verdadero plan de reformas, pero sí hubo dos aspectos muy relevantes que fueron
muy conflictivos: la expulsión de la orden jesuita y la política contraria a la
Inquisición. Esta nueva actitud del rey le llevó a ser mucho más riguroso con
los poderes internos dentro de la Iglesia, y esto no significaba combatirlos
sino más bien reapropiarse de ellos y reconducirlos en favor de sus intereses. Sin
embargo, los comerciantes y artesanos fueron mucho más decisivos. Domínguez
Ortiz utiliza el término burgués sólo en referencia a la burguesía comercial, pero
aún así no duda en considerar que estaban
llamados a desempeñar un papel muy superior a lo que cabría espera de su
pequeño número.[14]
En lo que respecta a la
cultura, nuestro autor es también muy comedido a la hora de valorar sus logros.
Afirma que no hay un verdadero cambio de paradigma hasta mediados del siglo y
que los avances más interesantes que estaban teniendo lugar en Europa
circulaban al margen de las instituciones, principalmente en tertulias privadas,
por lo que no dejaba de haber un carácter periférico y marginal en su
sociabilidad. La Ilustración en España tuvo un retraso de unos cincuenta años
por la fuerte censura que aún se mantenía y la falta de una demanda objetiva.
Distingue tres generaciones de hombres de letras: la de los novatores
(encabezada por Benito Jerónimo Feijoo), los que pudieran ser propiamente los ilustrados (en la que incluye a
personajes como Gaspar Melchor de Jovellanos o Pedro Rodríguez de Campomanes) y
por último una que haría de puente con el siglo XIX (con ejemplos como Manuel
José Quintana o Leandro Fernández de Moratín). La crítica de las costumbres y
de las ideas les llevaba a proponer cambios prácticos en la esfera política política
y la creencia en la idea de progreso les llevaba a proponer amplios programas
de reformas, que luego fracasaban por miedo o por falta de apoyos. Domínguez
Ortiz no duda en hablar de cómo importantes sectores de la burguesía empezaron
a tomar conciencia de clase[15]
y a cuestionar la legitimidad del sistema. En este sentido, esta generación de ilustrados (especialmente
la de los nacidos en 1750-60) habría tenido claramente su continuidad y su momento
culminante en las Cortes de Cádiz de 1812.
Sociedad
y Estado en el siglo XVIII español es un libro que ofrece
una síntesis de magistral de la interpretación historiográfica clásica sobre lo
que representó este siglo. La lectura del mosaico
español (su parte central) ofrece dos retos: por un lado, en lo que
respecta a la integración de las perspectivas locales en un marco general, y
por otro, en la cuestión de España como un sujeto histórico. Las
investigaciones de carácter regional sólo cobran sentido si se relacionan con
otras regiones para abandonar de este modo la visión caduca del Antiguo Régimen
como un período de estancado o inmóvil y poder comprender la
complejidad de las dinámicas políticas, económicas y sociales. Esto cobra aún
más importancia si se tiene en cuenta la dificultosa integración territorial
del estado español. El uso de España como unidad de análisis puede tener más
sentido para el siglo XVIII por la unificación jurídica llevada a cabo por
Felipe V, pero eso no garantiza una mejor comprensión el conocimiento de un
reinado que a inicios del siglo anterior era una verdadera monarquía compuesta.[16]
Por esto, conceptos como el de mosaico son
alternativas interesantes pero al mismo tiempo siguen siendo problemáticas
(pudiéramos preguntarnos en cuántas baldosas
podemos dividirlo, por ejemplo). Otro aspecto sobre el que habría falta
profundizar es la interpretación del ascenso de la burguesía y de las políticas
reformistas. Domínguez Ortiz admite que el tema era objeto de una fuerte
controversia, pero aún así la importancia de la transición hacia el capitalismo
no se acaba de abordar en términos claros y no se plantea una tesis fuerte
sobre la relación entre burguesía y aristocracia.
Sin embargo no con esto
pretendemos minusvalorar el inmenso trabajo de síntesis realizado por el autor.
La relectura de los trabajos de este historiador sevillano, altamente
documentado pero al mismo tiempo con un estilo amable y mesurado, puede ayudar
a recuperar una visión de conjunto de temas que hoy en día siguen a debate,
pero que a veces se tratan de un modo muy sectorial. Las grandes visiones de
conjunto sirven para poner de manifiesto lo que falta y lo que sobra en la
investigación. Una lectura que pudiera complementarse con la de este manual
sería España, proyecto inacabado de Antonio
Miguel Bernal por la inclusión de las colonias americanas como parte activa en
la monarquía hispánica (aspecto que el libro aquí analizado apenas aborda) y
por el gran esfuerzo de síntesis que también contiene.[17]
[1]
García Cárcel, R. "Antonio Domínguez Ortiz, un historiador social" en Historia social, 47, 2003, pp. 3-8.
[2]
Domínguez Ortiz, A. La sociedad española en el siglo XVIII, Madrid, CSIC,
1955.
[3]
Moreno Alonso, M., El mundo de un historiador: Antonio Domínguez Ortiz, Fundación José
Manuel Lara, Sevilla, 2009, p. 244
[4]
Fernández, R.
"Antonio Domínguez Ortiz y la historia moderna en España" en
Domínguez Ortíz, A. El mosaico español,
Urgoiti, Pamplona, 2009
[5]
Domínguez Ortiz, A. Estado y sociedad en el siglo
XVIII español, Barcelona, Ariel, 1976, p.
[6]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 200.
[7]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p.160.
[9]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 257.
[10]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 16.
[11]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 37.
[12]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 453.
[13]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 495.
[14]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 401.
[15]
Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 487.
[16]
Elliot, J. H., "Una Europa de
monarquías compuestas", en Elliot,
J. H., España en Europa: estudios de
historia comparada, Universitat de València, Valencia, 2002, pp. 65-91.
[17]
Miguel Bernal, A. España, proyecto inacabado:
costes-beneficios del imperio, Madrid, Marcial Pons, 2006.
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